Montag, 14. Februar 2011

Julio César Peña Pintor, creador Cubano y sus calaveras








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Es posible que algún que otro espectador haya pensado en las calaveras de Julio César Peña (Holguín, 1969) como un fenómeno efímero en la trayectoria del creador o como un accidente derivado del influjo ejercido por la iconografía del gran maestro del grabado mexicano José Guadalupe Posadas. 
Sin embargo han transcurrido dos décadas y las imágenes características de Peña no sólo se han vuelto un distintivo de su quehacer artístico sino también en una zona de legitimación de sus inquietudes creadoras. 
Nada tiene que ver Peña con Posadas, salvo por la muy externa coincidencia de pintar calaveras. En el maestro mexicano proviene de una tradición visceralmente enraizada en la cultura de su país, que desde la noche de cada primero de noviembre celebra el Día de los Muertos. Incluso se sabe que es una tradición que cuenta con raíces prehispánicas, pues era conmemorado durante el noveno mes del calendario solar de los aztecas en una jornada presidida por la diosa Mictecacíhuatl, castellanizada como Dama de la Muerte y en la cual Posadas parece haberse inspirado para su popularísima Catrina.
El propio Peña ha confesado que cuando comenzó a dibujar calaveras no conocía los trabajos de Posada. El veterano grabador cubano Antonio Canet, a inicios de los 90, le habló del mexicano dada la aparente cercanía temática. 
Poco después el joven artista, que se había formado prácticamente como un autodidacta, ingresó en el taller Carmelo González, en La Habana Vieja. Por ese tiempo integró el grupo UPA (Unidos por el Arte). 
Lo interesante de esta etapa iniciática está en la persistencia de Peña en apoderarse de una figura que se suponía había capitalizado Posadas y en progresar a través de variaciones compositivas en registrar las más diversas posibilidades retratísticas de ese ícono, con particular acento en el grabado, algo por demás prácticamente ausente en otros creadores coetáneos. Las calaveras y los esqueletos eran propiedad del humor gráfico y no de las llamadas bellas artes. 
La obra de Julio César Peña comenzó a ganar notoriedad pública al alcanzar una mención en 1997 en el encuentro para jóvenes grabadores latinoamericanos organizado por Casa de las Américas —a partir de entonces ingresó en el Taller Experimental de Gráfica de La Habana (Plaza de la Catedral) y en la conquista en 1999 del Premio La Joven Estampa de la propia institución. Dos años después vendría su primer gran golpe a nivel internacional al conquistar con su pieza “Rumberos del Momento” el Gran Premio en la Trienal de Grabado de la ciudad japonesa de Kanagawa. 
Hoy día es una presencia frecuente en galerías y exposiciones colectivas dentro y fuera del país y sus obras figuran en colecciones privadas y públicas de España, Venezuela, México, Italia, Estados Unidos, Ecuador y Cuba.
Resulta interesante la perspectiva desde la cual la escritora y pintora Hanna G. Chomenko resalta la originalidad de Peña: “Julio César comienza por el fin, desde la ausencia. Cuando el desgaste reduce el cuerpo humano a puro hueso es entonces cuando Julio con su auténtico aroma a tabaco bien aprovechado, sopla para desempolvarlo y lo toma como medio para concretar visualmente sus ideas: ¿un mensaje de ultratumba acaso? Imagino que en sintonía con el gracejo habitual del artista la cosa sería más o menos así: ¡quién dijo que todo esta perdido, ahora es cuando empieza la gozadera ¡Y no es la caducidad de la existencia lo que protagonizan sus calaveras, no es la decadencia, sino más bien ensalzan la vida con una sutil parábola a su principio dialéctico. La suya es una desmaterialización relativa pues la carne esta ausente, no así la vitalidad del gesto y la expresión del contexto”. 
Los referentes de su voluntad de estilo deben hurgarse en la idiosincrasia del cubano en su tratativa con la muerte: en el teatro vernáculo y las guarachas generadas para la escena, en la picaresca de soneros como Ñico Saquito y Lorenzo Hierrezuelo, en temas musicales que hicieron época como aquel que decía “espíritu burlón, aléjate de mí”. 
A fin de cuentas, Peña restituye a la norma culta de la visualidad cubana la pintura de costumbres, desde un ángulo que varía desde la sátira hasta la aceptación social. 
Cuando ante nuestros ojos desfilan el asedio a la pipa de cerveza, la procacidad de la estampa callejera, el metro bus atestado, la carretilla rampante y otras situaciones de la vida cotidiana en una sociedad asaeteada por la vocación de resistencia de una parte y de otra por la precariedad, el artista se comunica al entreverar calaveras con figuras encarnadas mediante dos de los recursos arquetípicos de la construcción satírica: la yuxtaposición y la parodia; la primera con un efecto contrastante y la segunda con una carga crítica ostensible.
Ambas herramientas expresivas se conjugan de manera magistral en los trabajos que muestran al propio artista transmutado con una camiseta con la inscripción Working Class Hero (héroe de la clase obrera), los cuales de algún modo resumen su poética. 
Si en alguna obra se inclina la balanza hacia lo caricaturesco y el humor negro, en otras el discurso se torna orgiástico y sensual, como una afirmación vital. 
  

Rafael Acosta de Arriba


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